Me recomiendo volver a leer la columna de Krisma, publicada la semana pasada en Centroamérica21. Sincrónicamente, me encuentro con la nota de Arbolario siempre sobre los conductores del transporte colectivo y los estallidos de cólera que provocan en los demás conductores. Me recuerda a una persona que conozco, medianamente tranquila, quien dice que a veces le gustaría manejar un tanque de guerra, para poder arrollar a los buseros y microbuseros cuando cometen tales atrocidades. No creo que sea la única persona en este país que tenga grandes deseos de tomar la ley en sus manos cuando se enfrentan a estos motoristas.
La semana pasada fue para mía categóricamente de "día 14"*. Si un día así es complicado, una cadena de ellos deja una marca en el ánima que cuesta que desaparezca. En parte por eso no quise publicar la sopa de letras el pasado lunes, escribí y publiqué un solitario post, leí bastante los blogs que visito y comenté muy, pero muy poco las buenas cosas que leí. No sé lo que me pasó, quizá el cansancio, la desalineación planetaria, los problemas de mi amigo Orión y otras tantas cosas. Normalmente, el siguiente artículo de la Jornada me hubiese gustado, en este contexto, me conmovió.
Su madre vende pepitas y dulces afuera de la estación
Lucecita, 5 años de vivir en una carreola en Metro Cuauhtémoc
Mirna Servín Vega
Desde que nació, el Metro ha sido un refugio para ella. Vive en Nezahualcóyotl, pero pasa las tardes y las noches en una carriola depositada en la estación Cuauhtémoc de la Línea 1 del Metro.
Los usuarios que cruzan el torniquete de salida y suben las escaleras encuentran distorsionada la escenografía habitual de estos espacios. El interior está completamente solo, excepto por la carriola. Unos miran y otros siguen sin parar.
Se llama Luz, tiene 5 años y apenas pesa 13 kilos, es decir, el equivalente a un niño de un año y algunos meses de edad. Está cubierta por cobijas, situada en la parte alta de la estación del Metro, y parece estar totalmente sola.
Pero al acercarse, a unos 10 metros de distancia afuera de la estación se descubre a su mamá, Antonia, frente a un comal de pepitas. Y entonces aparece la historia de su Lucecita, como ella la llama.
Toña la cuenta con entereza e inclusive buen ánimo. Derrocha sonrisas cuando evoca el nombre de su hija, sin dejar de revolver con sal las semillas que está asando.
Las paredes del Metro le han servido de refugio desde que Luz tenía 20 días de nacida. Toña cuenta que tenía que trabajar, aun cuando recibió regaños por hacerlo.
La madre vende dulces en el día y en la noche ayuda a vender pepitas. Por el frío coloca a Luz adentro de la estación mientras ella trabaja afuera.
La niña es muy tranquilita, dice. "No da guerra, la dejo ahí acostadita y me doy mis vueltas para ver que esté bien y para darle de cenar". Luz tiene parálisis cerebral.
Por eso es tan pequeña y cabe en una carriola para bebé con apenas una ligera adaptación: una tabla insertada por abajo del asiento que impide que sus pies, que aún no la sostienen, cuelguen.
La presencia de Luz dentro de su pequeño vehículo-cama-casa en el Metro le ha traído problemas a su mamá desde siempre.
En una ocasión, el jefe de estación mandó a uno de sus trabajadores a pedirle a Toña que sacara a la niña porque "no se podían tener cosas ahí, además de que daba mal aspecto".
Toña, de cuerpo pequeño y de rostro afable, se encolerizó. Gritó que no le llamaran "cosa" a su hija y que ella no estorbaba ni le hacía nada a nadie.
El resultado fue que el propio encargado subió a hablar sobre la situación: "Aquí no es guardería", le dijo.
Esta historia se ha repetido con diferentes matices. "A veces suben a decirme que la quite porque alguien la reportó, porque, dicen, ‘se ve mal ’ o porque está sola".
Sueños y recelos
Pero esta mujer demuestra que su hija no lo está. Es originaria de Tlaxcala y emigró al Distrito Federal "porque uno tiene sueños".
Desde hace cuatro años lleva a su pequeña a la Asociación Pro Personas con Parálisis Cerebral (APAC).
Toña viaja en transporte público con su hija en brazos desde Neza hasta el centro de la ciudad. La lleva a rehabilitación durante dos horas y media, gasta el poco dinero que tiene en medicamentos para controlar sus convulsiones y se las ha arreglado para estar con ella desde las afueras de la estación del Metro, donde trabaja hasta las 10 u 11 de la noche.
La mujer se acerca a la carriola, abraza a su pequeña y la muestra orgullosa, aunque un pequeño recelo la invade cuando se le solicita dar a conocer la historia.
Se inquieta, se siente vulnerable y expuesta. No quiere perder el único espacio que le sirve para trabajar, ni las cuatro paredes que arropan a su hija.
Termina la plática, se siente nerviosa y, aunque se despide con una de sus sonrisas, con precaución saca a la niña a la calle, con algo de zozobra y temor.
Es fácil hablar de los pobre, teorizar sobre ellos, reducirlos a números, echarles la culpa de su propio estado de vida, idealizarlos como los "buenos salvajes", reducirlos a bajos instintos sin control. Todo eso se destroza cuando nos enfrentamos cara a cara con la Realidad de una persona emprobrecida, con una niña que posiblemente no gozará del "milagro de la Teletón" y que luego de este triste post seguirá sobreviviendo en una terminal de metro, o en el portal de alguno de los países latinoamericanos.
En fin, no quiero ponerme cursi o sentimental, pero de vez en cuando me dan ganas de desterrar de una vez por todas a la Susanita** que todos llevamos dentro.
* Para entender mejor lo del "día 14". En fin, usurpador de ideas ajenas que es uno.
** Sí esa Susanita, la de Mafalda. Para mayor explicación, hay que buscar las tiras en donde ella expresa su rechazo hacia los pobres.
Categoría: Reflexiones
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