26.10.07

Joaquín Samayoa: el ingrediente faltante.


No creo que la gente que desea hacer las cosas de manera "correcta" sea poca. Al menos la mayoría los dueños de las bitácoras enlazadas desde este sitio creen en ello. No creo que esa visión consciente de nuestro actuar en la vida tenga que ver con ideologías, partidos políticos o la escolaridad. Esta semana ha transcurrido vertiginosa y hasta hoy puedo sentarme a recortar y pegar este artículo de Joaquín Samayoa que trata precisamente este tópico.



El ingrediente que falta en las soluciones

Es más simple de lo que a veces parece. Los ingredientes que faltan para resolver o aliviar los problemas deben buscarse en la conciencia y en la voluntad de las personas.

Joaquín Samayoa/Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
jsamayoa@fepade.org.sv


¿Alguna vez han calculado, estimados lectores, lo que nos cuesta a los contribuyentes mantener las instituciones públicas cuya única razón de ser es obligarnos a actuar en consonancia con ciertos valores que lamentablemente no poseemos? ¿No sería más fácil y mucho más barato educarnos para ejercer responsablemente nuestras libertades, sin tanta regulación, vigilancia y amagos de castigo?

Sé muy bien que esto último es una utopía, pero no por eso hay que menospreciarla. Las utopías, por definición, nunca llegan a realizarse plenamente, pero marcan el norte hacia el cual deben encaminarse la imaginación y los esfuerzos de las colectividades humanas. Sin ellas, estamos condenados a caminar tal vez ordenadamente pero en círculos, o en direcciones divergentes, o hacia el rumbo que marcan los intereses de unos pocos.

En estos días, varios problemas ocupan nuestra atención: el transporte público, las medicinas, la educación privada, los salarios, los crímenes violentos, las inundaciones, la basura, la lentitud del tráfico vehicular en el tramo de Los Chorros y las luchas de poder por los cargos de elección popular desde los cuales los aspirantes ofrecen solucionar esos y otros muchos problemas.

En la Asamblea Legislativa, al interior de los partidos políticos y en los espacios de opinión en los medios de prensa, casi toda la discusión y las propuestas sobre problemas específicos tienen como trasfondo un mismo tema: cuánto, cómo y dónde puede o debe intervenir el Estado en una economía de libre mercado y en un régimen político que aspira a consolidar su naturaleza democrática.

Esta permanente discusión ha contribuido poco a poco a derribar algunos dogmas. Ahora hasta los más recalcitrantes ideólogos de derecha aceptan que debe haber intervención estatal para generar las condiciones de libre competencia que requiere el mercado y para proteger a los ciudadanos, incluidos ellos mismos, de la voracidad a la que tiende el capitalismo cuando se le da rienda suelta. De igual forma, los ideólogos más radicales de izquierda le reconocen algunas virtudes al mercado como principio organizador al menos de una parte importante de la actividad económica.

La discusión sobre impuestos, regulación de precios, controles de calidad, protección de los consumidores, salarios, incentivos y libertades económicas debe continuar y debe darse sin apasionamiento ni demagogia, tomando en consideración tanto las necesidades de la población como las peculiaridades de cada rubro de producción y comercialización de bienes o prestación de servicios.

Pero igualmente importante es hacer una reingeniería cultural para fomentar la aceptación y la práctica de los valores y normas de conducta necesarios para la convivencia armónica y el desarrollo de la institucionalidad democrática. Si no somos capaces de enfrentar atinadamente este gran desafío, será necesaria una cantidad cada vez mayor de leyes restrictivas y un aparato estatal cada vez más invasivo y autoritario para poner un poco de orden en una situación cada vez más caótica.

Nuestra legislación tiene vacíos y algunos de los conceptos que la sustentan son debatibles; tenemos jueces, legisladores, ediles, ministros, fiscales, policías y directores de autónomas incompetentes o corruptos. Es necesario denunciar y rectificar las malas actuaciones de los servidores públicos. Pero no todos los males de nuestra sociedad ni todas las soluciones pasan por el aparato estatal. Ningún Estado es viable si la mayoría de sus ciudadanos necesitan que se les impongan leyes y se les vigile constantemente para actuar correctamente.

¿Cuántos policías habría que poner a lo largo de un tramo de varios kilómetros de carretera para que usted resista la tentación de adelantarse por el hombro, creando más adelante un cuello de botella? Y no me venga con que eso lo hacen solo los buseros. También lo hace alguna gente que tiene altos niveles de escolaridad, aunque, por lo visto, muy poca educación.

¿Qué le impide sacrificar un poquito su estilo de vida para poder pagar mejor a sus empleados, sin esperar a que el Estado lo obligue a hacerlo? ¿Por qué espera a que lleguen a contarle las costillas para pagar cabales sus impuestos? ¿Por qué cobra tanto por lo que le ha costado tan poco?

Es más simple de lo que a veces parece. Los ingredientes que faltan para resolver o aliviar los problemas deben buscarse en la conciencia y en la voluntad de las personas. Cuanto mayor sea el acatamiento voluntario a las leyes y el apego a valores y normas elementales de convivencia, la sociedad será más justa, más estable y más eficiente. Yo prefiero esta utopía que el espectro de una dictadura. ¿Y usted?



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