Comencé a tomar contacto con el jazz a mitad de la década de los 80, cuando diversos grupos estadounidenses, a través del servicio de información de la embajada de EEUU, visitaban el país. Recuerdo mi primera vez, en el Teatro Nacional. Estaba sentado en la última planta, pues decidí ir a última hora. Era un cuarteto de gente de color, una batería, bajo, piano y saxo. Yo no tengo oído musical. Tengo conocidos que, al escuchar una canción, me dicen “oí el bajo, que bonito suena”. Y yo pongo atención y no lo distingo. Hasta que me tararean el ritmo (bum-bum---bum-bum) distingo el instrumento dentro del conjunto de melodías y armonías. Ya me desvié, mejor retomo el tema. El concierto duró cerca de dos horas, el cuarteto tocaba excelente; pero yo estaba aburrido antes del intermedio. Las composiciones, con sus grandes solos, provocaban que me distrajera, que mi mente se detuviera en las cosas pendientes de hacer, me recriminaba por algún asunto olvidado y cosas así. Luego de quince minutos, me daba cuenta de mi evasión y volvía a escuchar al cuarteto. Al final, la música era como lluvia de fondo, oída pero no escuchada, para mis divagaciones. Recuerdo que al final hubo una pequeña recepción, a la cual asistí de lejos, devorando unas cuantas golosinas. La conclusión que saqué en algún momento, era que el jazz me gustaba, pero que no era capaz de asimilarlo, me aburría y me dejaba de mal humor (esto último no era por la música si no por mis auto-regaños por las cosas dejadas de hacer)
A lo largo del tiempo, escuchaba jazz en la radio, pero igual, me servía de evasor hacia mis elucubraciones de turno.
Continuará...
Te recomiendo que entres en diálogo con los instrumentos, que escuches su conversación, que vuelvas a fijarte en uno solo, que te hagas con su ritmo, con su aparente falta de premeditación, y que te dejes llevar....
ResponderBorrarPD: Gracias por todos los detalles, virtuales y reales.